6 de agosto de 2007. Servicio Noticioso Un Mundo que Ganar. Lo siguiente es un pasaje del testimonio presencial de Yuko Nakamura, quien sobrevivió el bombardeo atómico de Hiroshima. Fue posteado en www.august6.org, la página de una coalición de organizaciones estadounidenses que conmemoraron los bombardeos atómicos de Hiroshima y Nagasaki y se oponen a un posible ataque estadounidense contra Irán. (Traducción de Revolución)
El 6 de agosto de 1945 yo tenía 13 años y era estudiante de segundo año de un colegio para niñas de Hiroshima. A partir de julio, movilizaron a las estudiantes de segundo año, al igual que las mayores, para trabajar en tres fábricas. En esos días yo vivía en Miyajima-guchi, en el oeste de Hiroshima. Me mandaron a una fábrica de aviones en el pequeño pueblo de Koi, al noroeste de la ciudad. La gran mayoría de los trabajadores éramos estudiantes que habían movilizado y había unos pocos especialistas adultos.
En la mañana de ese día fatídico, la temperatura hervía bajo el sol de verano. Nosotras íbamos a la playa ya que la fábrica estaba cerrada por un día para conservar electricidad. Pero una alarma de ataques aéreos nos había demorado un poco, y yo estaba leyendo un libro que una amiga me había prestado. Me sentí aliviada cuando suspendieron la alarma y pensaba que los aviones estadounidenses nos habían pasado, como era usual, sin bombardear. De pronto una compañera que estaba afuera de la fábrica nos llamó y dijo: “¡Miren! Ahí viene un avión. ¡Puede ser un B-29! ¡Está dejando caer algo que parece un paracaídas!”. De pronto un destello de luz amarilla-anaranjada encendió el cielo como si miles de bombas de magnesio hubiesen estallado. Cuando di vuelta para mirar en esa dirección, sentí un choque masivo que me golpeó el cuerpo y en los oídos un gran estruendo. La explosión, contaminada con cristal y tierra, pasó por el interior de nuestra fábrica y me tiró al suelo. Pensé que habían bombardeado la fábrica directamente. A través de la nube de polvo negra, al otro lado de las vigas y columnas derrumbadas, se podía discernir una luz débil. Era la puerta de la fábrica. Arrastrándome por los escombros, me dirigí hacia ella.
“¿Estás lastimada?” me preguntaba una compañera. Examiné mi cuerpo. Mi uniforme se había vuelto rojo, manchado con la sangre de mi nariz que sangraba a causa del estallido. La parte interior de mi brazo izquierdo también sangraba, rayado por un pedazo de cristal. Numerosos pedazos más pequeños se habían insertado en la ropa y la piel. Atendí mis heridas con un trapo que me dio mi amiga y corrí hacia una colina no lejos de allí, apresurada por mi amiga que gritaba: “¡Corre hacia el búnker!”. De camino miré hacia el cielo. El hermoso cielo azul claro de la mañana empezaba a cambiar. Una nube negra se extendía como si se preparara para atacarnos. La nube cambiaba colores, de rojo a gris y de vuelta a negro; crecía y crecía hasta cubrir el cielo entero. Parecía monstruosa. A esta nube se le llama “nube de hongo” y verdaderamente parece una seta. Corrí hacia el búnker en la colina donde recibí un solo tratamiento de mercurocromo. Mientras me lavaba la cara manchada de sangre, la lluvia comenzó a caer. Alguien gritó: “¡Los americanos nos están echando gasolina!”. “¡Van a quemar la colina y moriremos todos!”. Todos corrimos hacia los búnkers aterrorizados. La lluvia era negra, pegajosa y contaminada con arena y tierra. Solo varios meses después nos dimos cuenta de que la lluvia era radioactiva y peligrosa.
Ese día movilizaron a las estudiantes de primer año de mi colegio para ayudar a desmantelar edificios en el centro de la ciudad. Esas chicas de doce años, 220 en total, perecieron al fin del día de quemaduras, sin atención médica, sin ver a sus familias antes de morir. Me pregunté, y aún me pregunto, por qué razón tenían que morir así.
Muchos sobrevivientes, que se habían felicitado a sí mismos por haber sobrevivido el estallido y los efectos inmediatos de la bomba, murieron en unos días con síntomas agudos de fiebre, diarrea, vómitos, puntos violetas de la piel, pérdida de cabello, etc. Muchas personas que fueron a Hiroshima para ayudar también tenían los mismos síntomas y murieron o sufrieron por largo tiempo los efectos de la radiación. Sin embargo en ese momento no nos podíamos imaginar que estos síntomas eran a causa de los efectos radiactivos de una bomba atómica.
Las bombas atómicas convirtieron a Hiroshima y Nagasaki en pueblos de los muertos. Había cuerpos colorados, quemados e hinchados, amontonados en pequeñas colinas de restos humanos. Se veían cadáveres con los intestinos y los ojos derramados; trenes sobrecargados, quemados y achicharrados; gente enterrada viva bajo los escombros y los muertos; filas de gente-fantasmas, casi vivas, con el cabello quemado y la piel que colgaba. No era una escena de vida humana sino un infierno miserable y real. Nunca se me olvida lo mortificada que me sentía al no poder darle agua a esas personas, casi vivas, que no habían podido salvar a sus propios hijos o a sus padres.
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